Thursday, September 25, 2008

FACING THE POLITICAL PROCESS

FACING THE POLITICAL PROCESS

In less than two months, we will be facing the most important presidential election of our lifetime, an act that will influence the entire universe and in many ways will choose the path of modern civilization. It is an unprecedented opportunity for all of us to get involved in record numbers, cast a vote and be a part of such a process.

I was born and raised in Costa Rica. Politics were always a big part of my life. My father served as a senator on three separated occasions, and because of that, I had the opportunity to mingle with presidents and foreign leaders. I found that experience somewhat interesting but of course, being very young I also found it very boring.

I still have great childhood memories related to politics: I remember being 5 years old and holding on tightly to my father’s hand while he would give a speech in front of tens of thousands of people… exhilarating. But I also remember my father coming back from a political gathering, with a bloody shirt, or in severe pain, after being hit by a rock in the eye during a rally. He would eventually loose sight in that eye as a consequence of the injury. I also remember sitting at the dinner table with relatives, listening to them share stories that would make my skin crawl: how during the revolution of 1948 (before I was born), some people, machine gun in hand, broke into the family home, looking for my dad. He had being tipped off about the raid and had gone to a farm in the northern part of the country to hide. He was lucky! Unfortunately, that was not the case for my dear friend of over 40 years, and guitarist in my band, Narciso Sotomayor, whose father was murdered in what is considered one of the biggest stains and perhaps the most infamous crime in the political history of Costa Rica, “El Crimen del Codo del Diablo”, or “ The Devil’s Elbow Crime”.

Growing up in that beautiful green Central American jewel some 30 plus years ago, I remember election time as a moment when everyone would be immersed in the action, openly expressing their political views, sharing their opinion with others, either dialoging, chanting or in heated impromptu debates in restaurants, parks or neighborhood corners, carrying their party flag up high. Things always seemed passionate and fun then. However, later on in life I realized that being able to vote is a privilege, an important one, and for some, it is either a very dangerous and difficult thing to do, or simply impossible.

For us here in the United States, voting is very simple. It is very important to be informed, educate ourselves and make a choice. I have, and it has been very easy choice to make. After reviewing the issues and the candidates position on those issues, my choice for the next president of the United States is clearly Mr. Barack Obama. Vote, get involved!

MANANTIAL/LYRICS

MANANTIAL


CON LA VOZ SILENCIOSA DE UN RECUERDO
ME LLEVAS AL CIELO Y NO DESPIERTO
ENTRE MUDOS SOS VOZ Y SOS TESTIGO
ENTRE CIEGOS LA LUZ QUE PRESTA ABRIGO
LO QUE YA HE VIVIDO ME SUSTENTA
ME TOCA PAGAR TODAS MIS CUENTAS
Y LO HAGO TRANQUILO Y DECIDIDO
PUES TENGO TUS MANOS QUE SON NIDO Y MANANTIAL…

CON TU ALMA DESNUDA ME ALIMENTO
Y ASI VIVO PLENO EN EL MOMENTO
MI FIEL GOLONDRINA, TU CARICIA
EN MI CUERPO, JARDIN DE LAS DELICIAS
TU BARCA, GUARIDA EN LA TORMENTA
TU SANGRE EN MI SANGRE TURBULENTA
MI PENA SE SUME EN EL OLVIDO
PUES TENGO TUS MANOS QUE SON NIDO

RETONO DE MILES DE AZUCENAS
ME LIMPIAS Y ROMPES MIS CADENAS
MI BRISA DE MAR, MI LUZ INTERNA, MANANTIAL…
SENDERO QUE GUIA, CIELO Y TIERRA
POEMA Y CANCION, ALMA GEMELA
ENSUENO, PERFUME, PRIMAVERA, MANANTIAL…

BROTANDO MILHARES DE AÇUCENAS,
CLAREANDO E QUEBRANDO MINHAS ALGEMAS
MINHA BRISA DO MAR, A LUZ DA LUA, MANANCIAL
FAROL QUE NOS GUIA, CÉU E TERRA,
POEMA E CANÇÃO, MINHA ALMA GÊMEA,
MEU SONHO, PERFUME, PRIMAVERA, MANANCIAL



PARA HOLLITA, MI ETERNO MANANTIAL… 7/21/08.

Saturday, May 10, 2008

El OSO- SHORT STORY

El OSO

Era una mañana como tantas. El grito de mi madre diciéndome que mi desayuno estaba enfriándose en la mesa del comedor me hizo despertar. Miré el reloj. Tenía veintisiete minutos para vestirme, comerme el desayuno, recoger mis útiles, despedirme de mi madre, dirigirme hacia la línea del tren, brincar la cerca que la protegía y caminar hasta el colegio; Salí de la casa disfrutando del delicioso y penetrante olor a miel que emanaba de los cafetales de don Juan Dent que rodeaban el camino. Ensimismado en mis pensamientos, con la mirada fija en el rítmico pasar de las vigas de madera negra de la vía férrea y sin levantar la cabeza, llegué hasta la entrada principal del colegio.

Aun era temprano, por lo que me dirigí hacia "La Cueva", un rincón aislado y húmedo, situado directamente detrás de un viejo galerón utilizado para guardar el equipo de jardinería y otras herramientas. El lugar, un círculo enzacatado, con un par de tablas colocadas sobre baldes de pintura que funcionaban como asientos, estaba estratégicamente ubicado: tres cuartas partes de su circunferencia estaban rodeadas de rosales y "Corona de Cristo", una planta lechosa, de florecillas rojas y abundantes espinas filosísimas. Eso hacía que hubiera solamente un extremo como única posible entrada al área: la franja angosta de tierra negra que rodaba paralela a la pared norte del viejo galerón. Durante cada recreo, nosotros nos turnábamos a resguardar la entrada, para así poder percibir con anticipación a quien se aproximara a nuestra guarida, especialmente si quien venía era el Padre Jacinto. Jacinto, director del colegio, era un sacerdote catalán de mirada penetrante , un hombre temido, aislado, intranquilo y solitario, como una especie de Raskolnikov ibérico divagando por los trópicos.

Al llegar a "La Cueva" me encontré con Manolo Gavilán, Carlos Hueda y Oscar Araya, "El Oso," un grandulón de sonrisa constante, poseedor de un carácter gentil y bondadoso raramente visto en jóvenes de esa edad, a quien yo le había llegado a tener mucho cariño. Araya acostumbraba a sorprender a la gente desde atrás, con un fuerte rugido y un abrazo, levantándola por los aires; una vez que uno reconocía su presencia con un gemido o queja, "Oso" proseguía a soltar su agarre de manera gradual y cuidadosa. "Oso," quien estaba a cargo de resguardar la entrada, se fumaba un cigarro; nosotros nos sentamos. No habían pasado ni siquiera tres minutos, cuando nos dimos cuenta que alguien se acercaba. Era Ezequiel Morales, el “matón” del colegio, un chavalo pálido y pecoso, de dientes perfectamente alineados en una boca tímida y tensa y de ojos tan achinados que era difícil saber hacia donde dirigía su mirada. No tenía cuerpo de guerrero; su piel era flácida y colgante, sus hombros angostos y su físico proyectaba una sensación de debilidad y agotamiento. Yo nunca antes me había tenido que enfrentar en un pleito con él, pero había visto a muchos otros hacerlo. Después de cada riña, las desgracias entre los contrincantes eran siempre numerosas: dientes quebrados, labios rajados, brazos mordidos, ojos hinchados, amoratados y tan cerrados como los del mismo Ezequiel, quien siempre terminaba victorioso, aunque de vez en cuando también algo ensangrentado.

Ezequiel se acercaba a la guarida con paso decidido. Parecía estar hablando consigo mismo mientras señalaba con su mano derecha hacia donde nosotros nos encontrábamos,. Conforme se fue acercando yo empecé a tener el horrible presentimiento de que tanto su balbuceo como su señalar iban dirigidos hacia mí, hasta que no tuve duda alguna. Su dedo índice, aun a unos veinte metros de distancia, encontró su blanco en mi aterrorizada cara, y por primera vez me fue posible escuchar y entender el significado de sus palabras, cuando le oí vomitar claramente un ¡TE VOY A DESPEDAZAR LA CARA, HIJO DE PUTA.! Ezequiel se nos acercó como un murciélago rabioso e inmediatamente dirigió todo el peso de su arrebatamiento hacia mí: noventa y cinco libras de huesos cubiertos por una piel más pálida que la del agresor; pellejo de turbia transparencia, como guante de cirujano, que dejaba ver toda la inseguridad, temor y desesperación sumergidos en esos huesos medio ocultos. Mucho más dijo él que yo no entendí. Sus ojos, entreabiertos como estigmas, eran ahora ojos de verdugo. Gavilán y Hueda estaban parados a mi lado como árboles. Mi cuerpo asumió una ridícula e impotente posición de defensa. Todo a mi alrededor se volvió silencioso e inmóvil. Ezequiel, ahora a sólo dos metros de mí y como torero con espada en mano, se alistaba a administrar el golpe letal cuando de pronto se escuchó un rugido ensordecedor. El ruido hizo que Ezequiel parara su ataque a medio camino, abriera sus ojos como nunca antes, y volteara la cabeza. Por primera vez yo era capaz de ver sus pupilas, que en ese instante ya no estaban enfocadas en mí. En un segundo de cordura, aprovechando el momento, me lancé contra él, empujándolo con toda mi fuerza. Ezequie cayó. Sobre las afiladas espinas, con sus brazos extendidos y piernas una sobre la otra Ezequiel yacía inmovil, boca arriba, como un Cristo en la cruz. Su rostro estaba disuelto en una expresión de intenso dolor, sorpresa y confusión. El blanco perfecto de la gomosa leche emanando de las plantas, entremezclado con el sudor ahora rojo de Ezequiel, le empezaba a manchar la camisa.

Ese día, después de lo sucedido, Ezequiel fue llevado al hospital donde le sacaron más de treinta espinas que habían quedado enterradas en su cuerpo. Como castigo yo tuve que pasar una hora hincado sobre maíz crudo en la oficina del padre Jacinto, mientras él rezaba "Padre Nuestros" y "Ave Marías" incansablemente.

Ezequiel y yo llegamos a ser muy buenos amigos durante los últimos dos años de colegio. Esa fue nuestra primera y última pelea; después de graduarnos, nunca jamás lo volví a ver. En cuanto a "Oso", él es ahora un farmacéutico con su propia botica en el Alto de Guadalupe. Algunas de las veces que he regresado a Costa Rica me lo he topado, su cuerpo, aún digno del apodo, cubierto en un blanco gabán, su cara todavía adornada por una constante sonrisa; al mirarme, lo primero que siempre sale de su boca, es el mismo rugido ensordecedor que escuché con tanta dicha hace más de veinticinco años, el mismo que le dio la oportunidad a aquellas noventa y cinco libras de hueso-adolecente inseguro- a crecer y convertirse en ciento setenta libras de hueso, todavía cubiertas por el mismo pellejo pálido-transparente, ahora algo menos elástico, menos inmortal, pero igual de anhelante y soñador. Luego del estruendoso rugido, vienen las sonrisas, el abrazo y por último, aunque pasajera, una sensación interna de paz absoluta...

Tuesday, February 19, 2008

ABEJONES

ABEJONES



Todos morimos, pero no todos vivimos.

Dos meses después de haber regresado de México, nos mudamos al barrio Escalante.

Anteriormente el barrio Escalante había sido un potrero lleno de vacas coloradas, rodeado por un cafetal de unas sesenta manzanas de extensión. A un lado del potrero, al que llamaban"Texas", había un ojo de agua potable donde se reunía todo el vecindario en época de sequía; al otro lado corría el río Torres, un hilo de agua cristalina que al pasar junto a la facultad de química de la Universidad Nacional, se convertía en un riachuelo espumoso, turbio y putrefacto. En ese tiempo, el "Escalante" era una urbanización en pañales. San José crecía vertiginosamente, devorando campos y plantíos. Don Juan Dent, dueño de las tierras, se había dado por vencido a dicho crecimiento y había optado por vender los cafetales. En cosa de dos semanas después de la venta, empezaron a salir urbanizaciones por el lado Este de la capital, como ronchas de sarampión. Una de ellas, el Escalante, se fue convirtiendo poco a poco en el lugar favorito de la clase social privilegiada para construir sus viviendas. Doctores e ingenieros, abogados y políticos, hombres de empresa, embajadas y extranjeros retirados llegaron a formar el núcleo de una comunidad aislada de la realidad económica existente en el resto del país.

Mi casa aún estaba rodeada de sembradíos, la mayoría del año pintados de un verde profundo; al florecer el cafeto, el campo se cubría de blanco y una vez que el fruto maduraba, las plantas se bañaban de un rojo vivo, como ensangrentadas; alrededor de las plantas había banano que le daba sombra al café, poró con su bello florecer anaranjado y por encima de todo, enormes higuerones infestados de pájaros en las mañanas y murciélagos al anochecer. Durante el día el cafetal era un lugar mágico, donde mis amigos y yo podíamos "explorar", jugar de indios y vaqueros, cazar "come maíces" con nuestros rifles de copas, comer bananos, jocotes, manzanas de agua, o chupar la miel de los granos de café durante la época de la cosecha. Al empezar la noche, el cafetal se cubría de un manto fosforescente de luciérnagas.

Como semáforos en verde, las luciérnagas daban la señal a todo tipo de bichos y animales que dejaban sus oscuras moradas en los campos y se aventuraban a invadir los edificios: arañas "pica caballo," culebras, zancudos, mosquitos, cucarachas gigantes, polillas, topos, lechuzas, alacranes y principalmente, abejones de todos tamaños, formas y colores. Durante las mañanas, las empleadas y amas de casa salían en sus batas y pantuflas a barrer los abejones que se congregaban alrededor de las casas en busca de calor o luz y terminaban cayendo al suelo como nieve. A veces la cantidad de insectos era tan grande que impedía que la gente abriera puertas o ventanas, por lo que no era raro que alguien tuviera que pedirle ayuda a algún vecino para poder salir de sus viviendas. En esa época, los sacos de gangoche que usualmente se utilizaban para la cosecha del café, eran usados para recolectar los abejones. Un enorme patio detrás de la casa de don Pepe Montesol servía como bodega para almacenarlos. Día tras día y durante todo el verano, la gente traía su cargamento de bichos dejando atrás una estela de insectos multicolores sobre la carretera que llevaba a la casa de los Montesol. Don Pepe, un vasco de ojos generosos y cara distorsionada por el alcohol, se sentaba en su mecedora desde donde recibía con un caluroso saludo a todos aquellos que llegaban cargando sus sacos llenos de bichos. La cantidad de sacos iba creciendo más y más conforme pasaban los meses. Finalmente, durante la última noche de mayo, cientos de vecinos se reunían en el patio y formaban un enorme círculo. Era el momento de la "quema", un ritual de bienvenida al invierno que se había estado celebrando por generaciones en esa zona del país. Esa noche la gente vaciaba los sacos en el centro del patio, y con palas y rastrillos acomodaban los escarabajos hasta que formaran una montaña de unos veinte pies de altura. Una vez que todos los abejones eran colocados en su lugar, don Pepe salía de su casa cargando una antorcha, y bajo un silencio total, le prendía fuego a la montaña. Por las siguientes tres o cuatro horas la gente admiraba las llamas verdi-azules y las chispas que inexplicablemente tomaban forma y empezaban a cubrir el cielo de un sinnúmero de imágenes y criaturas inexistentes en nuestra realidad: bestias, paisajes surreales, rostros de mujeres fallecidas en un pasado lejano o de niños prontos a nacer y hasta apariciones de vírgenes, ángeles y santos. El humo perfumaba el aire de gardenias. La multitud permanecía parada, silenciosa, disfrutando de las apariciones. A veces el silencio era interrumpido por llantos, desvanecimientos o gemidos de asombro o placer, pero por lo general todos se mantenían callados e inmóviles hasta el final. El carácter sobrenatural de la ceremonia aumentaba conforme el ritual proseguía. El fulgor de las llamas desnudaba los rostros de la gente de toda careta, poniendo así al descubierto las más íntimas emociones y más profundos secretos que cualquier persona pudiera poseer. Los insectos rechinaban al arder, creando una banda sonora de chisporroteos. La gente empezaba a moverse, imitando el movimiento de las llamas hasta terminar bailando como derviches. El silencio, interrumpido únicamente por el crujido de la quema, continuaba por horas hasta que don Pepe daba una señal e inmediatamente se desataba un mar de voces. La mayoría de la gente, afectada por la intensidad de la experiencia, empezaba a compartir sus visiones en forma frenética con los demás. Algunos continuaban en trance por mucho tiempo, alucinando variaciones de lo que habían visto; otros se incaban a rezar o explotaban en llanto, dando rienda suelta a sus sentimientos embotellados por el silencio. Al final, agotada, la gente se sentaba a comer o a dormir en el zacate. A la mañana siguiente y sin que faltara ni un sólo año, las primeras lluvias de invierno caían limpiando las cenizas, apagando las últimas llamas y devolviéndole al aire costarricense ese típico olor a tierra que lo caracteriza.