Saturday, May 10, 2008

El OSO- SHORT STORY

El OSO

Era una mañana como tantas. El grito de mi madre diciéndome que mi desayuno estaba enfriándose en la mesa del comedor me hizo despertar. Miré el reloj. Tenía veintisiete minutos para vestirme, comerme el desayuno, recoger mis útiles, despedirme de mi madre, dirigirme hacia la línea del tren, brincar la cerca que la protegía y caminar hasta el colegio; Salí de la casa disfrutando del delicioso y penetrante olor a miel que emanaba de los cafetales de don Juan Dent que rodeaban el camino. Ensimismado en mis pensamientos, con la mirada fija en el rítmico pasar de las vigas de madera negra de la vía férrea y sin levantar la cabeza, llegué hasta la entrada principal del colegio.

Aun era temprano, por lo que me dirigí hacia "La Cueva", un rincón aislado y húmedo, situado directamente detrás de un viejo galerón utilizado para guardar el equipo de jardinería y otras herramientas. El lugar, un círculo enzacatado, con un par de tablas colocadas sobre baldes de pintura que funcionaban como asientos, estaba estratégicamente ubicado: tres cuartas partes de su circunferencia estaban rodeadas de rosales y "Corona de Cristo", una planta lechosa, de florecillas rojas y abundantes espinas filosísimas. Eso hacía que hubiera solamente un extremo como única posible entrada al área: la franja angosta de tierra negra que rodaba paralela a la pared norte del viejo galerón. Durante cada recreo, nosotros nos turnábamos a resguardar la entrada, para así poder percibir con anticipación a quien se aproximara a nuestra guarida, especialmente si quien venía era el Padre Jacinto. Jacinto, director del colegio, era un sacerdote catalán de mirada penetrante , un hombre temido, aislado, intranquilo y solitario, como una especie de Raskolnikov ibérico divagando por los trópicos.

Al llegar a "La Cueva" me encontré con Manolo Gavilán, Carlos Hueda y Oscar Araya, "El Oso," un grandulón de sonrisa constante, poseedor de un carácter gentil y bondadoso raramente visto en jóvenes de esa edad, a quien yo le había llegado a tener mucho cariño. Araya acostumbraba a sorprender a la gente desde atrás, con un fuerte rugido y un abrazo, levantándola por los aires; una vez que uno reconocía su presencia con un gemido o queja, "Oso" proseguía a soltar su agarre de manera gradual y cuidadosa. "Oso," quien estaba a cargo de resguardar la entrada, se fumaba un cigarro; nosotros nos sentamos. No habían pasado ni siquiera tres minutos, cuando nos dimos cuenta que alguien se acercaba. Era Ezequiel Morales, el “matón” del colegio, un chavalo pálido y pecoso, de dientes perfectamente alineados en una boca tímida y tensa y de ojos tan achinados que era difícil saber hacia donde dirigía su mirada. No tenía cuerpo de guerrero; su piel era flácida y colgante, sus hombros angostos y su físico proyectaba una sensación de debilidad y agotamiento. Yo nunca antes me había tenido que enfrentar en un pleito con él, pero había visto a muchos otros hacerlo. Después de cada riña, las desgracias entre los contrincantes eran siempre numerosas: dientes quebrados, labios rajados, brazos mordidos, ojos hinchados, amoratados y tan cerrados como los del mismo Ezequiel, quien siempre terminaba victorioso, aunque de vez en cuando también algo ensangrentado.

Ezequiel se acercaba a la guarida con paso decidido. Parecía estar hablando consigo mismo mientras señalaba con su mano derecha hacia donde nosotros nos encontrábamos,. Conforme se fue acercando yo empecé a tener el horrible presentimiento de que tanto su balbuceo como su señalar iban dirigidos hacia mí, hasta que no tuve duda alguna. Su dedo índice, aun a unos veinte metros de distancia, encontró su blanco en mi aterrorizada cara, y por primera vez me fue posible escuchar y entender el significado de sus palabras, cuando le oí vomitar claramente un ¡TE VOY A DESPEDAZAR LA CARA, HIJO DE PUTA.! Ezequiel se nos acercó como un murciélago rabioso e inmediatamente dirigió todo el peso de su arrebatamiento hacia mí: noventa y cinco libras de huesos cubiertos por una piel más pálida que la del agresor; pellejo de turbia transparencia, como guante de cirujano, que dejaba ver toda la inseguridad, temor y desesperación sumergidos en esos huesos medio ocultos. Mucho más dijo él que yo no entendí. Sus ojos, entreabiertos como estigmas, eran ahora ojos de verdugo. Gavilán y Hueda estaban parados a mi lado como árboles. Mi cuerpo asumió una ridícula e impotente posición de defensa. Todo a mi alrededor se volvió silencioso e inmóvil. Ezequiel, ahora a sólo dos metros de mí y como torero con espada en mano, se alistaba a administrar el golpe letal cuando de pronto se escuchó un rugido ensordecedor. El ruido hizo que Ezequiel parara su ataque a medio camino, abriera sus ojos como nunca antes, y volteara la cabeza. Por primera vez yo era capaz de ver sus pupilas, que en ese instante ya no estaban enfocadas en mí. En un segundo de cordura, aprovechando el momento, me lancé contra él, empujándolo con toda mi fuerza. Ezequie cayó. Sobre las afiladas espinas, con sus brazos extendidos y piernas una sobre la otra Ezequiel yacía inmovil, boca arriba, como un Cristo en la cruz. Su rostro estaba disuelto en una expresión de intenso dolor, sorpresa y confusión. El blanco perfecto de la gomosa leche emanando de las plantas, entremezclado con el sudor ahora rojo de Ezequiel, le empezaba a manchar la camisa.

Ese día, después de lo sucedido, Ezequiel fue llevado al hospital donde le sacaron más de treinta espinas que habían quedado enterradas en su cuerpo. Como castigo yo tuve que pasar una hora hincado sobre maíz crudo en la oficina del padre Jacinto, mientras él rezaba "Padre Nuestros" y "Ave Marías" incansablemente.

Ezequiel y yo llegamos a ser muy buenos amigos durante los últimos dos años de colegio. Esa fue nuestra primera y última pelea; después de graduarnos, nunca jamás lo volví a ver. En cuanto a "Oso", él es ahora un farmacéutico con su propia botica en el Alto de Guadalupe. Algunas de las veces que he regresado a Costa Rica me lo he topado, su cuerpo, aún digno del apodo, cubierto en un blanco gabán, su cara todavía adornada por una constante sonrisa; al mirarme, lo primero que siempre sale de su boca, es el mismo rugido ensordecedor que escuché con tanta dicha hace más de veinticinco años, el mismo que le dio la oportunidad a aquellas noventa y cinco libras de hueso-adolecente inseguro- a crecer y convertirse en ciento setenta libras de hueso, todavía cubiertas por el mismo pellejo pálido-transparente, ahora algo menos elástico, menos inmortal, pero igual de anhelante y soñador. Luego del estruendoso rugido, vienen las sonrisas, el abrazo y por último, aunque pasajera, una sensación interna de paz absoluta...