Tuesday, February 19, 2008

ABEJONES

ABEJONES



Todos morimos, pero no todos vivimos.

Dos meses después de haber regresado de México, nos mudamos al barrio Escalante.

Anteriormente el barrio Escalante había sido un potrero lleno de vacas coloradas, rodeado por un cafetal de unas sesenta manzanas de extensión. A un lado del potrero, al que llamaban"Texas", había un ojo de agua potable donde se reunía todo el vecindario en época de sequía; al otro lado corría el río Torres, un hilo de agua cristalina que al pasar junto a la facultad de química de la Universidad Nacional, se convertía en un riachuelo espumoso, turbio y putrefacto. En ese tiempo, el "Escalante" era una urbanización en pañales. San José crecía vertiginosamente, devorando campos y plantíos. Don Juan Dent, dueño de las tierras, se había dado por vencido a dicho crecimiento y había optado por vender los cafetales. En cosa de dos semanas después de la venta, empezaron a salir urbanizaciones por el lado Este de la capital, como ronchas de sarampión. Una de ellas, el Escalante, se fue convirtiendo poco a poco en el lugar favorito de la clase social privilegiada para construir sus viviendas. Doctores e ingenieros, abogados y políticos, hombres de empresa, embajadas y extranjeros retirados llegaron a formar el núcleo de una comunidad aislada de la realidad económica existente en el resto del país.

Mi casa aún estaba rodeada de sembradíos, la mayoría del año pintados de un verde profundo; al florecer el cafeto, el campo se cubría de blanco y una vez que el fruto maduraba, las plantas se bañaban de un rojo vivo, como ensangrentadas; alrededor de las plantas había banano que le daba sombra al café, poró con su bello florecer anaranjado y por encima de todo, enormes higuerones infestados de pájaros en las mañanas y murciélagos al anochecer. Durante el día el cafetal era un lugar mágico, donde mis amigos y yo podíamos "explorar", jugar de indios y vaqueros, cazar "come maíces" con nuestros rifles de copas, comer bananos, jocotes, manzanas de agua, o chupar la miel de los granos de café durante la época de la cosecha. Al empezar la noche, el cafetal se cubría de un manto fosforescente de luciérnagas.

Como semáforos en verde, las luciérnagas daban la señal a todo tipo de bichos y animales que dejaban sus oscuras moradas en los campos y se aventuraban a invadir los edificios: arañas "pica caballo," culebras, zancudos, mosquitos, cucarachas gigantes, polillas, topos, lechuzas, alacranes y principalmente, abejones de todos tamaños, formas y colores. Durante las mañanas, las empleadas y amas de casa salían en sus batas y pantuflas a barrer los abejones que se congregaban alrededor de las casas en busca de calor o luz y terminaban cayendo al suelo como nieve. A veces la cantidad de insectos era tan grande que impedía que la gente abriera puertas o ventanas, por lo que no era raro que alguien tuviera que pedirle ayuda a algún vecino para poder salir de sus viviendas. En esa época, los sacos de gangoche que usualmente se utilizaban para la cosecha del café, eran usados para recolectar los abejones. Un enorme patio detrás de la casa de don Pepe Montesol servía como bodega para almacenarlos. Día tras día y durante todo el verano, la gente traía su cargamento de bichos dejando atrás una estela de insectos multicolores sobre la carretera que llevaba a la casa de los Montesol. Don Pepe, un vasco de ojos generosos y cara distorsionada por el alcohol, se sentaba en su mecedora desde donde recibía con un caluroso saludo a todos aquellos que llegaban cargando sus sacos llenos de bichos. La cantidad de sacos iba creciendo más y más conforme pasaban los meses. Finalmente, durante la última noche de mayo, cientos de vecinos se reunían en el patio y formaban un enorme círculo. Era el momento de la "quema", un ritual de bienvenida al invierno que se había estado celebrando por generaciones en esa zona del país. Esa noche la gente vaciaba los sacos en el centro del patio, y con palas y rastrillos acomodaban los escarabajos hasta que formaran una montaña de unos veinte pies de altura. Una vez que todos los abejones eran colocados en su lugar, don Pepe salía de su casa cargando una antorcha, y bajo un silencio total, le prendía fuego a la montaña. Por las siguientes tres o cuatro horas la gente admiraba las llamas verdi-azules y las chispas que inexplicablemente tomaban forma y empezaban a cubrir el cielo de un sinnúmero de imágenes y criaturas inexistentes en nuestra realidad: bestias, paisajes surreales, rostros de mujeres fallecidas en un pasado lejano o de niños prontos a nacer y hasta apariciones de vírgenes, ángeles y santos. El humo perfumaba el aire de gardenias. La multitud permanecía parada, silenciosa, disfrutando de las apariciones. A veces el silencio era interrumpido por llantos, desvanecimientos o gemidos de asombro o placer, pero por lo general todos se mantenían callados e inmóviles hasta el final. El carácter sobrenatural de la ceremonia aumentaba conforme el ritual proseguía. El fulgor de las llamas desnudaba los rostros de la gente de toda careta, poniendo así al descubierto las más íntimas emociones y más profundos secretos que cualquier persona pudiera poseer. Los insectos rechinaban al arder, creando una banda sonora de chisporroteos. La gente empezaba a moverse, imitando el movimiento de las llamas hasta terminar bailando como derviches. El silencio, interrumpido únicamente por el crujido de la quema, continuaba por horas hasta que don Pepe daba una señal e inmediatamente se desataba un mar de voces. La mayoría de la gente, afectada por la intensidad de la experiencia, empezaba a compartir sus visiones en forma frenética con los demás. Algunos continuaban en trance por mucho tiempo, alucinando variaciones de lo que habían visto; otros se incaban a rezar o explotaban en llanto, dando rienda suelta a sus sentimientos embotellados por el silencio. Al final, agotada, la gente se sentaba a comer o a dormir en el zacate. A la mañana siguiente y sin que faltara ni un sólo año, las primeras lluvias de invierno caían limpiando las cenizas, apagando las últimas llamas y devolviéndole al aire costarricense ese típico olor a tierra que lo caracteriza.