Sunday, March 4, 2007

MONK EN COSTA RICA

Pitín era un cholo alto, fuerte y narizón, de dientes grandes y protuberante quijada o "gaveta," como les dicen en Costa Rica. Por diez años fuimos inseparables. Vivía a sólo media cuadra de mí, en una casa esquinera verde con sus padres don Pablo y doña Soledad, su hermano Francisco, su tío Rodrigo y su abuelos don Juan y doña Camelia. Don Pablo era policía y su esposa doña Soledad, una hermosa mujer de boca amplia, ojos almendrados y caderas fuertes y sensuales, como una Sofía Loren tica. Rodrigo, un ingeniero químico, trabajaba en una fábrica de tinta. Francisco era chofer de camión. Don Juan era un hombre sabio. Pionero de la biología en el país, y honrado como "Benemérito de la patria", don Juan eventualmente llegaría a ser considerado el "Padre de los Parques Nacionales de Costa Rica" por su significativo aporte a la flora del país.

Doña Camelia, la abuela de Pitín, se pasaba la vida caminando dentro de la casa, arrastrando los pies. Tenía una gran joroba que cargaba como una lora sentada sobre sus hombros. Había estudiado el piano cuando joven e inclusive llegó a dar uno que otro concierto en la capital durante su juventud. Pero ése era un pasado muy lejano. Bastante mayor que su esposo, ahora tenía ciento doce años de edad y la crueldad de una vida tan extensa le negaba hasta un recuerdo de ese pasado distante. Rezando constantemente, la abuela movía sus arrugados pellejos de un extremo de la vivienda al otro como pidiéndole al cielo que le quitara la vida y la liberara de tan larga y agotadora existencia. No le quedaban ganas de nada. Caminaba por miedo a no poder moverse más y quedar congelada en medio del pasillo como una estatua de sal. Rezaba en parte porque el sonido de su propia voz le ayudaba a no sentirse sola.

Pero cuando tocaba el piano, doña Camelia se transformaba; la joroba se le desaparecía al sentarse frente al piano con la espalda tan recta como un chilillo. Su piel se rejuvenecía al subírsele la sangre al rostro. Con la mirada hacia arriba como buscando a Dios, los ojos bien abiertos y enfocados, doña Camelia tocaba la música de Chopin, Listz y Bach de memoria, con un dinamismo, una sensibilidad y un liricismo dignos de cualquier músico profesional. Pitín y yo nos sentábamos en el suelo alrededor del piano, presenciando la metamorfosis por la que pasaba la abuela y gozando de aquella maravillosa música que nos transportaba y nos llenaba de un gozo misterioso e intoxicante. De vez en cuando, al vérsele más cansada de lo usual, la abuela empezaba a tocar alguna pieza atonal, sacando a golpes estructuras armónicas disonantes como tratando de imitar a Thelonious Monk durante el peor momento de su vida artística. Esto provenía mas bien de un lapso momentáneo de cordura que del resultado de un minucioso estudio de la música de Arnold Schoenberg, Cecil Taylor o algún otro compositor del siglo veinte.

Al terminar de tocar, la abuela siempre conversaba con los cuatro ejemplares disecados de pez gaspar, criaturas depredadoras, primitivas, como fosil viviente, mitad lagarto, mitad pescado que don Juan había puesto sobre el piano. Los que fueran tópico de una larga investigación científica por parte de don Juan, ahora le servían a doña Camelia como fiel audiencia durante sus recitales. Luego de agradecerle la atención a los pescados, Doña Camelia recogía del suelo las arrugas que habían caído de sus manos y se las volvía a poner sobre sus dedos, se volvía a colocar la joroba en medio de su espalda y continuaba su infinito ir y venir por la casa arrastrando las pantuflas y uno que otro recuerdo que aun ocupara su memoria.

Dos días después de haber cumplido 115 años de edad, Doña Camelia salió a hacer sus compras a la "Sodita Azul" como lo hacía todas las mañanas. Nunca más se supo de ella. Don Juan regresó esa noche y encontró la casa vacía. No había señas ni de doña Camelia ni de los pescados. Inmediatamente se desató una gran campaña por todo el país para encontrar a la señora, pero lo único que fue apareciendo conforme pasaron los años, fueron los pescados disecados de Don Juan. El primero en San Joaquín de Flores, en una iglesia. El segundo en un quiosco de frutas en Puntarenas. El tercero se lo devolvieron a Don Juan mientras se encontraba de visita en una reunión de biólogos en Nueva York. El último apareció en el cementerio de Pere Lachaise, en Paris, sobre la tumba de Chopin.