Thursday, February 22, 2007

BERNARDA Y LA LUJURIA/SHORT STORY

Piedades de Santa Ana era un puñado de viviendas llenas de niños semidesnudos, perros flacos, carretas olvidadas con bueyes invisibles y canastos de café vacíos. Frente a las casas de piso de tierra y techo de tejas, viejos se sentaban a saludar con sus bastones de rama de güitite a todo aquel que pasara por enfrente. Escolares agarradas de la mano llenaban las aceras sobre un fondo de girasoles y veraneras en flor. Calles enmarcadas por frondosos árboles de jocote y carao guiaban jinetes a su destino.

Yo tenía siete años cuando fui a Piedades por primera vez. Era un Domingo de cielo despejado. Ese día habíamos planeado un paseo a nuestra finca donde por primera vez yo iba a montar a caballo. Mi interés por los caballos había surgido de las películas de vaqueros de Glenn Ford y Jeff Chandler que iba a ver al cine Aranjuez. Los había estudiado a fondo en las fotos de mi padre jugando polo en la Sabana con los Ortuño, los González, o con donTeodoro Picado y don Idígoras Fuentes, presidentes de Costa Rica y Guatemala en aquél entonces. Los había admirado en las revistas cómicas del Llanero Solitario y de Red Ryder que compraba todas las semanas. En las ilustraciones de la Biblia. En las formas que las nubes tomaban durante las tardes de invierno en San José. Mas nunca antes había visto uno de verdad.

Mi madre había empezado a hacer los preparativos para el viaje desde la noche anterior. Salí de mi habitación y me encontré con ella en la cocina, alistando unos emparedados con la carne sudada que mi abuela Ofelia había traído. Gallos de torta de huevo, queso tierno, frijoles negros, naranjada y tamal asado complementaban el almuerzo ya preparado. Eran las seis y treinta de la mañana y me fui a bañar. Para cuando dieron las nueve, ya íbamos a medio camino rumbo a Piedades.

El Plymouth verde oliva de papá susurraba serenamente mientras cruzábamos el puente sobre el río Los Anonos camino a Escazú. Sentado en el asiento delantero a un lado de mi padre, yo continuaba pensando en caballos. Papá manejaba lentamente, como si no quisiera nunca llegar a su destino

Por fin llegamos al pueblo, y papá parqueó el Plymouth frente al restaurante "La Esperanza." donde un hombre cuarentón de cuello colorado y barriga de ballena nos dio la bienvenida. Su piel tenía el color de la tristeza. Era Rafael Solera, dueño del establecimiento y viejo amigo de papá. Se habían conocido durante la campaña presidencial de 1944. Mi padre, que en ese tiempo era diputado, había estado haciendo campaña política arduamente en esa zona del país. Se había enamorado del pueblo desde su primera visita y quería comprar terreno. Los Solera tenían algunas fincas a la venta. Años después, luego de un corto regateo, Papá terminó comprando varias manzanas. La propiedad tenía una casa blanca de adobe rodeada de árboles de anona, níspero, guanábana y naranja con sus troncos pintados de cal. Detrás de la casa había un galerón podrido y una caballeriza. Más atrás, había un potrero donde pastaban los cinco caballos de papá, única reliquia aún existente de su pasado como integrante de la selección nacional de polo de Costa Rica durante los años cincuenta. En medio del potrero había un árbol moribundo cubierto de hoyos. Era un poró gigantesco que botaba sabia por los huecos como desangrándose.

Como parte del trato de venta, Rafael que para entonces vivía a un lado de nuestra finca, iba a continuar con el cuidado de la tierra y las bestias. El menor de diez hermanos, Rafael había construido la casa para su nueva esposa Milagro donde vivieron felices aunque solos por doce años: él cuidando de las tierras de su familia y ella soñando con la compañía de aquella criatura tan deseada que hasta ahora no habían podido concebir. Cuando Milagro por fin quedó embarazada, Rafael pintó la casa color cielo en un solo día y espantó a todos los murciélagos que vivían en su techo. El día que Bernarda, "mi pedacito de luna" nació, Rafael plantó seis árboles de anona, la fruta favorita de la nueva madre alrededor de la casa. Milagro lo daba todo por Bernarda y con gusto. Esos eran días felices. La vida de Milagro pronto se convirtió en cuidar de Bernarda, comer anona y nada más. Ninguna otra actividad le parecía más importante que el pasar tiempo con su hija, compartiendo con ella cada momento de su existencia. Lo único que ella necesitaba era que Rafael le siguiera trayendo anonas. Pero conforme pasó el tiempo, Milagro poco a poco dejó de comer excepto por su preciada fruta. "El amor de Bernarda me alimenta". Se quejaba de que el "gallo pinto" le daba dolor de estómago y ganas de vomitar; de que el chayote la mareaba y la olla de carne la deprimía. Todo le empezó a caer mal menos la anona. Pronto Milagro acabó con toda la fruta de Piedades y Rafael tuvo que empezar a ir a otros pueblos a comprarla. "No quiero volverte a ver hasta que encuentres fruta" decía Milagro ya obsesionada por el manjar. Los Sábados, temprano en la mañana, Rafael ensillaba su caballo y salía en su búsqueda, para regresar hasta tarde por la noche con su dulce cargamento. Bernarda crecía rápidamente. Milagro enflaqueció. Si no había anona, Milagro no comía. Desgraciadamente ese año hubo una gran sequía en el país y la anona se hizo todavía más escasa. Rafael ahora tenía que ir hasta San José dos veces por semana a conseguir la fruta. Empezó a desesperarse y la misma desesperación que sentía le estaba envejeciendo la piel prematuramente. Los murciélagos habían regresado a anidar en el techo de los Sandí, comiéndose toda la primera cosecha que los árboles de la casa habían dado. Pero Rafael estaba más preocupado en conseguir las anonas de Milagro que en espantar animales. Esa misma preocupación junto con el ruido de los murciélagos por la noche lo tenían desvelado por semanas. Milagro se enfermó. Trataron de hacerla comer pero todo fue en vano. Llegó el momento en que tuvieron que separar y llevarse a Bernarda a otra casa pues pasaba pegada a las tetas de su madre día y noche sacándole hasta la última gota de nutrición que le quedaba. De vez en cuando algún buen samaritano que había escuchado la historia de Milagro llegaba a Piedades desde algún pueblo lejano con una anona ya medio podrida como regalo. Pero la falta constante de alimento y el no poder ver más a su hija habían hecho que Milagro empeorara. La noche antes del segundo cumpleaños de Bernarda todos los murciélagos salieron en bandada de la casa de los Solera para nunca más regresar.

" Lo siento Rafael, pero sin la criatura me hubiera muerto tres años antes".
A la mañana siguiente, Milagro no despertó.

Después de tomarnos un refresco en la soda, Rafael nos guió a papá y a mí hacia el potrero mientras que mi hermano Jesús se quedaba con mamá descargando las cosas del auto. El olor a chorizo proveniente de la cocina del restaurante, combinado con el de dulce de caña del trapiche de los Sandí saturaba el aire y despertaba el apetito. Cruzamos el patio trasero del restaurante espantando chanchos y gallinas. Bernarda quien era tres años mayor que yo nos acompañaba. Sucia de pies a cabeza, Bernarda pasaba por charrales, charcos y piedras como "Pedro por su casa". Un vestido que tiempo atrás fuera de "Domingo", y que ahora era nada más que un trapo ajado y descolorido, le cubría su cuerpo invadido por una pubertad temprana. Caminaba en frente de nosotros, chupando un pedazo de melcocha que había cogido al pasar por el trapiche. Iba brincando como si jugara rayuela sobre la boñiga de vaca que cubría el trillo. Parada sobre la caca del animal, estripándola con sus pies descalzos, Bernarda se volteaba a mirarme coquetamente con ojos tan grandes como semillas de guapinol. Su pelo rubio era una enredadera de colochos que le cubría los hombros y le escondía el rostro. Al voltearse, Bernarda sostenía sus rizos con ambas manos a los lados de su cara, y restregaba su mirada sobre mí, empezando por los pies y continuando despacio hacia arriba, pulgada por pulgada, hasta adherirla a mis pupilas desvergonzadamente. El dulce de la melcocha le hacía brillar los labios. Yo continuaba caminando, tratando de evitar su mirada, y de no ensuciar mis botas vaqueras en la boñiga fresca que ella ya había aplastado. Sus ojos seguían adheridos a los míos. Al yo llegar hasta donde estaba ella, Bernarda se volvía a meter la melcocha a la boca y sonreía; volvía a esconderse bajo sus colochos y reanudaba su correteo rumbo al potrero. Al principio su mirada me incomodaba, haciéndome sentir como bicho bajo lente de microscopio.
Pero poco a poco me fui acostumbrando a aquella criatura, a aquel animalito extraño que se me quedaba viendo. Pronto la dulzura de su cara hizo que yo pudiera devolverle esa mirada, y más adelante la sonrisa. Caminamos otros doscientos metros sumergidos en nuestro juego. Nos faltaban doscientos más para llegar hasta donde estaban los caballos. Yo ya no evadía su atisbo. Ahora lo deseaba. Tan pronto como ella empezaba a correr hacia adelante, yo empezaba a esperar a que parara y se volteara a verme para poder sentir esa extraña sensación que sus ojos creaban en mi panza. Ya no pensaba en caballos. Ahora pensaba en Bernarda, en fijar mi vista en ella abiertamente, en lavarle esos pies de campo, en peinarle y desenmarañarle los colochos, en desnudarle la espalda y buscarle alas en los omoplatos, en agarrar su enmelada mano con mi mano temblorosa y asustada...

" Agáchese más y cuidado con el alambre de púas."
Bernarda había cruzado la cerca y me esperaba al otro lado levantando el alambre para que yo pasara. Ella empezó a correr campo abierto y yo la seguí hasta llegar al poró que enmarcaba exactamente el centro del potrero. Nos arrecostamos contra el árbol. El zacate estaba cubierto de "diente de león". Parches de hongos brotaban de la boñiga seca y una lluvia de florecillas rojas caía del poró sobre nosotros. La sabia del árbol herido formaba cristales que resplandecían como chispas bajo el sol del medio día. Descansamos bajo la sombra en silencio por un largo rato.

"¿Usted es hijo de don Jaime veda?" y sin esperar respuesta Bernarda se rio. Su reacción me confundió. Bernarda se paró y a carcajada abierta empezó a correr hacia el otro extremo del campo hasta desaparecer tras la colina.

El potrero ahora permanecía mudo. Pájaros, grillos, riachuelo, viento, corazón, callaban como en espera de algo. Yo cerré mis ojos y empecé a sumirme en los recuerdos de lo que había sucedido con Bernarda, tratando de revivir y disfrutar de cada momento una vez más. El silencio era interrumpido únicamente por el ruido de los mosquitos que volaban alrededor de mi cabeza. El suelo empezó a vibrar bajo mis piernas. Primero me pareció que el zumbido de los moscos aumentaba, pero pronto lo que sonaba como un zumbido se convirtió en retumbo. El ruido me despertó de mi estupor y me hizo levantarme apenas a tiempo para poder ver a un grupo de unos veinticinco caballos aparecer tras el cerro. Los animales galopaban rápidamente, sus patas martillando el césped bajo una nube de polvo anaranjado. En frente de la manada iba una yegua azabache con una mancha colorada entre los ojos. Bernarda, montada a pelo sobre ella y gritando, animaba a los animales a correr más rápido. A toda velocidad, la manada continuó su carrera hacia donde yo estaba parado, hasta pasar a sólo un par de metros en frente mío. Bajo el estruendo de los cascos y los gritos de Bernarda, y cubierto de tierra, permanecí inmóvil. Un instante más tarde los animales desaparecían al otro lado del potrero. La risa de Bernarda aún se oía en el horizonte.

"Luisillo venga para acá y tenga cuidado con esos animales"
Rafael se acercaba con papá. Cargaba algo en su mano izquierda en donde el sol se reflejaba mandando un chorro de luz hacia mi rostro. Yo me dirigí hacia donde estaban ellos y me di cuenta de que lo que tenía era una pistola pequeña de cacha de carey oscuro y cañón plateado. Rafael la empuñaba con orgullo y luego de escupir en un pañuelo, empezó a limpiarla, acariciándola lentamente. Disfrutando del restregar de cada grieta y cada curvatura del revólver, Rafael le sacaba brillo al metal. Una vez que terminó de limpiarla, Rafael agarró un puñado de balas de su bolsillo y la cargó. Con el revolver en mano, Rafael se veía libre de aquella tristeza que anteriormente lo cubría. Su cuerpo lucía más energético, como si el arma le diera la fuerza, voluntad y valentía necesarias para poder encarar la vida, una vida que después de la muerta de Milagro había perdido todo sentido. Pero fue un cambio momentáneo, pues tan pronto como levantó la cabeza y dirigió su mirada hacia el poró, su rostro se le cubrió de amargura una vez más. Sonreía como pariendo la sonrisa mientras veía al árbol acribillado.

"¡Este árbol hijo de puta no se quiere morir!"
En ese momento Bernarda regresó agitada. Había ido a guardar los caballos al establo tal y como se lo había ordenado su padre. Rafael, al ver que Bernarda corría hacia nosotros, hizo un movimiento súbito tratando de esconder el revolver de la mirada de su hija, pero su esfuerzo fue tardío.

" Papá, por favor no hagas eso más que al árbol le duele y a mí también."
Rafael levantó el revolver y lo apuntó hacia el poró.

"Cállate muchacha de Dios", y disparó. El primer disparo la enmudeció. Una bandada de pericos levantó vuelo. Yo retrocedí. El segundo disparo le arrancó un gran pedazo al tronco del árbol mientras yo me alejaba todavía más de la pistola. Rafael disparó cuatro balazos más que se anidaron profundamente en el tallo del árbol.

"Venga Luisillo, a las armas no hay que temerles, sólo hay que respetarlas."
Bernarda, sollozando y con el vestido mojado de sabia se agarraba ahora al árbol como no queriendo nunca soltarlo.

"Quítate mocosa, que todavía no hemos terminado."
Bernarda no se movió. Rafael le sacó los cartuchos vacíos a la pistola y la volvió a llenar de balas. Bernarda cubría el poró con su cuerpo.

"Perdóneme don Jaime, pero es que Bernarda está como enamorada de ese maldito árbol."
Papá se le quedó viendo sin decir una sola palabra y después bajó la cabeza.

"Vámonos Bernarda que con usted que va!"
Rafael se dio media vuelta, guardó la pistola en su cinturón, se restregó la cara con ambas manos, y empezó a caminar con papá rumbo al pueblo. Cuando llegamos a la orilla del potrero y luego de cruzar la cerca, volví a ver hacia atrás. Bernarda aún permanecía abrazada al árbol...

Los años pasaron y yo continué yendo a Piedades. Bernarda empezó a trabajar en "La Esperanza", ayudándole a su papá con los quehaceres del restaurante. A veces yo la veía ahí y conversábamos. Otras veces nos íbamos al trapiche a comer dulce, o a recoger fruta, a andar a caballo, a caminar por los potreros o plantaciones de café buscando pájaros. Pero conforme pasó el tiempo, mis viajes al pueblo fueron menos frecuentes hasta que dejé de ir por completo. La casa quedó deshabitada por mucho tiempo. Finalmente, diez años después de la muerte de Milagro, los murciélagos regresaron a anidar en la vivienda, posesionándose de ella indefinidamente.

Una noche de Abril, después de varios años de no haber visto a Bernarda yo llegué a Piedades acompañado de cuatro amigos. Ibamos a pasar el fin de semana en el pueblo en celebración de mi décimo quinto cumpleaños. El pueblo había cambiado bastante. Las casas de adobe y tejas habían sido reemplazadas en su mayoría por viviendas modernas de ladrillo y cemento, con ventanales cubiertos de enrejados protectores. Enormes mayas metálicas con portones de hierro o acero las rodeaban. Una existencia de aislamiento y desconfianza parecía reinar en el vecindario. Puertas permanecían cerradas, patios y corredores en silencio. Fuera de las casas había un ir y venir de autobuses de pasajeros, carros, motocicletas y camiones que repartían mercadería en las diferentes cantinas y mercados abundantes en el pueblo, por lo que eran pocos los jinetes que se aventuraban a cabalgar en las carreteras. Las carretas de bueyes habían desaparecido por completo.

Al llegar a la casa, nos acomodamos en la habitación más grande, cada uno escogiendo un rincón donde colocar sus pertenencias. Luego nos sentamos en el centro del cuarto alrededor de unas candelas. Mis amigos estaban dispuestos a acabar con cuatro botellas de ron lo más pronto posible. Yo tenía otros planes en mente. Quería ver a Bernarda. Sentía una extraña curiosidad por saber de ella. El aire dulce de la noche invitaba a caminar y me dirigí hacia "La Esperanza" donde sabía que encontraría a Bernarda. Conforme me acerqué al restaurante empecé a escuchar el bullicio de la rockola que tocaba "La Virgen Negra" incesantemente. El lugar estaba repleto. Al entrar me encontré con una multitud sudorosa y hambrienta, que parecía dispuesta a ordeñarle toda gota de placer y diversión a una noche que recién empezaba. Me senté a tomarme un refresco. Busqué a Bernarda por toda la habitación pero no la hallé. Decidí quedarme y esperar un rato. Había una sensación de impaciencia e inquietud en la muchedumbre. Todos parecían estar en espera de algo nuevo y diferente que los pudiera transportar a otra realidad menos monótona. Con el pasar de las horas, la turba se hacía cada vez más bulliciosa creando un torbellino de risas y alaridos. Las meseras correteaban desorientadas de un lado a otro tratando de satisfacer las demandas de los clientes que pedían más y más alcohol para quitarse la sed y el vacío. Los hombres se hablaban en voz alta, casi a gritos, escupiéndose los rostros al tratar de comunicar sus indescifrables mensajes de ebriedad bajo el estruendoso mantra de "La Virgen Negra" que continuaba sonando sin cesar. Algunas parejas bailaban lascivamente al ritmo de la repetitiva canción sobre un piso cubierto de pedazos de chicharrón, costilla y pollo asado que caían de las mesas. Nadie entendía a nadie porque nadie escuchaba a nadie. Era un ambiente crudo, de una pasividad frágil donde el diálogo fácilmente terminaba en puñetazos, puñetazos en abrazos, insultos en cumplidos y carcajadas en tristeza silenciosa. "La Esperanza", irónicamente parecía existir bajo una burbuja sofocante de soledad.

En medio de toda la confusión vi que Bernarda entraba por la puerta de atrás. Alguien más la reconoció e inmediatamente gritó su nombre. La multitud al estar consciente de su presencia en el restaurante estalló en un alarido ensordecedor seguido por un canto rítmico y reinsistente de ¡Bernarda!, ¡Bernarda! que duró por más de diez minutos. Bernarda había cambiado. Ella era ahora una mujer, y como ninguna otra que yo había visto antes. Se había transformado en una especie de pantera-diosa de exótica belleza y cuerpo amazónico que exudaba elegancia y gracia, en un ser tan deliciosamente femenino y tan tentadoramente sensual que era prácticamente imposible mirarla sin que la lujuria y el deseo se posesionaran de uno. Caminaba lentamente como bailando al ritmo de un apasionado tango interno que guiaba cada paso de sus pies, cada meneo tembloroso de sus nalgas, cada suspiro, cada pestañeo. Todos la admirábamos, mientras Bernarda se deslizaba seductoramente de una mesa a otra como obsequiando algún elixir divino o afrodisíaco embriagante que emanaba de los poros de su piel de amapolas. Hechizera, Bernarda era una creación perfecta del universo, rodeada de una jauría de hienas en celo. Sus ojos eran el señuelo, sus pechos la carnada en medio de un cardumen de pirañas. Bernarda era el vértice de un huracán y todos permanecíamos asombrados, indefensos ante la fuerza de la tormenta.

Ella continuó con su coqueteo de un lado a otro del restaurante bajo el grito continuo de la muchedumbre, hasta llegar cerca de donde yo estaba sentado. Aún no me había visto pues se encontraba de espaldas hacia mí. Indeciso, me paré y caminé hasta tenerla directamente en frente mío. Su pelo era una estela de colochos rubios que cubría sus hombros y jugueteaba con sus caderas. Me disponía a agarrarla del codo cuando de pronto ella se volteó. No me dijo nada, luego sonrió.

"Luis váyase a la casa y espéreme que ya llego."
Yo caminé despacio hasta la puerta principal. Al salir de "La Esperanza" empecé a correr hasta llegar a la casa. Me senté en el higuerón del patio del frente, sin aliento, comiéndome las uñas en anticipación a la venida de Bernarda. Las anonas colgaban en abundancia como armadillos verdes apelotonados bajo la cresta de los árboles. Podía escuchar a mis amigos que reían borrachos adentro de la vivienda. Por fin vi que Bernarda se acercaba. Al llegar junto a mí, me paré para recibirla. Nos miramos en silencio. Ella puso sus manos sobre mi pecho. El corazón me reventaba. Inhalé el vaho de su boca.

" Luis, yo se que usted me desea y yo quiero ser suya, pero aquí no; vamos al potrero, al mismo lugar en donde me dieron a mí la vida; debajo del poró, que por ahí no pasa nadie a esta hora."
Nos dirigimos hacia el potrero, tomando el mismo camino por donde habíamos pasado siete años atrás. El aire aún olía a miel. Bernarda se agarró de mi mano. Cruzamos la cerca y caminamos cuesta arriba en silencio hasta llegar al centro del potrero. El poró estaba en flor. Bernarda se levantó el vestido por encima de su cabeza quedando totalmente desnuda. La luz de luna se reflejaba en su cuerpo de carbunco albino, en sus colochos de girasol, en su pubis, en sus uñas de mercurio .

"¿Luis a usted no le importa lo que dice la gente de nosotros?"
"¿Y qué dice la gente?"
"Ah, no se haga el tonto que usted ya sabe. Esto es un pecado muy grande, pero si a usted no le importa, a mí tampoco. Hágase pa'aca."
Yo me le acerqué. Bernarda se volvió a agarrar de mis manos y cubrió mi boca con la suya. Y con ese primer beso una mariposa nocturna se poso en su pecho y empezó a tejer un capullo hermético de estrellas y planetas a nuestro alrededor, que nos aisló y escondió del mundo exterior.

"¡Haga lo que quiera conmigo!"
Bernarda, rana de bosque, musgo oscuro y lechoso, se adherió a mí como una orquídea y me llenó de besos. Me impregnó con el aroma de su sexo de azucena carnívora, me amarró con cola de cometas, con rizos de medusa y aguamar y yo crecí. Y crecimos y babeamos y nos transformamos en algo desconocido, y los grillos cantaron más fuerte, como tratando de ahogar nuestros ruidos de lujuria. Y nos dijimos poemas y mentiras, y cubiertos en rocío respiramos precisados, inhalando todo el aire húmedo y nocturno de ese Abril hasta quedar dormidos bajo el poró...

Pasaron seis meses y no volví a ver a Bernarda, aunque a menudo pensaba en ella. Echaba de menos su mirada, sus pechos, sus muslos aterciopelados y pegajosos, su ternura. Sin embargo algo me había impedido regresar a Piedades. Por fin un día me decidí a ir a verla y se lo mencioné a mi padre durante el almuerzo. Papá me pidió que fuera a visitarlo esa misma tarde a su oficina, pues quería que le hiciera un favor. Era una tarde de diluvio. El "Pasaje La Parra," un callejón en el centro de San José que albergaba las oficinas de varios viejos abogados y notarios -la de mi padre siendo una de ellas- se estaba inundando. El agua corría de un bufete a otro ahogando el ruido incesante de teléfonos y máquinas de escribir que usualmente se escuchaba salir de las oficinas. Escrituras y contratos flotaban como pescados de origami. Al entrar a su bufete vi a papá sentado frente a su escritorio con el agua hasta las pantorrillas, inmóvil. Al verme, papá inmediatamente se paró. Sacando un pañuelo de su bolsillo se secó la frente y se vino a sentar a mi lado.

"Luis, vos has ido muchas veces a Piedades, y ya sabés cómo es la gente de habladora en ese pueblo. Por eso te voy a contar algo antes de que lo averigüés de otra forma. Es acerca de Bernarda, la muchachita de Rafael. Acabo de enterarme de que está embarazada y quiero que la próxima vez que la veás, le des este dinero y una ropilla que voy a comprar para su bebé... ¡Vos sabés cómo son las cosas, que a veces pasan tan inesperadamente! Figurate que hace mucho tiempo, veinte años atrás para ser exacto, durante una noche de verano, yo estaba en Piedades y pasé a saludar a Rafael. El se había venido para San José esa mañana y sólo se encontraba Milagro, su esposa. Nos sentamos un rato a platicar, ella en una hamaca y yo a su lado, en un tronco de higuerón. Y mientras el viento la mecía y le alborotaba el cabello, me contó muchas cosas: que adoraba a Rafael y que estaba contenta en Piedades, pero que a veces el campo la asfixiaba, que se sentía sola y los murciélagos la atemorizaban; que estaba desesperada por tener hijos. ¡Vos sabés cómo es la vida Luis! Esa noche ella estaba muy inquieta e insistió en que la llevara al potrero. Quería ir a oler la miel del trapiche... cazar carbuncos bajo la luz de la luna... sentarse debajo del poró para bañarse en flores..."